26 mar 2010

Una historia de amor y fuerza



¡Hola, Tu Bebé Crece!

Les escribo porque quiero compartir mi experiencia que tal vez pueda servir para otras mamás a las que les toque atravesar la misma situación que yo pasé.
Enterarme de que estaba embarazada de mellizos fue una felicidad enorme, sobre todo porque, siendo hija única, realmente deseaba que eso no se repita con mis hijos, y ¡que forma de empezar! Sin embargo, mi embarazo no fue muy placentero: tuve contracciones desde el principio y por otro lado, tenía la sensación de que mi obstetra no tenía los cuidados necesarios que requiere un embarazo múltiple que, como había leído, es de riesgo.
Mi inexperiencia de madre primeriza hizo que no hiciera caso a esa sensación y no consultara a otro obstetra, pensando además que era poco ético. Error. Desde ya les aconsejo que, si tienen la mínima duda o no se sienten conformes con la atención (y no hablo solo de que el médico deba contenerlas o no, sino de las decisiones que se toman y la forma en que el embarazo es llevado) consulten a otro profesional.
En mi caso, no lo hice y eso, tal vez, hubiera podido cambiar la historia que, gracias a Dios, hoy puedo contar con final feliz.
A poco menos de seis meses de un embarazo en el que nunca me recomendaron reposo absoluto a pesar de tener algunas contracciones y molestias todo el tiempo, rompí bolsa en la madrugada del 5 de mayo de 2006. De ahí en adelante, nada se pudo hacer para evitar que mis bebes duraran mas tiempo en la panza, y nacieron por cesárea con 26 semanas de gestación, pesando Santiago 940 gramos y Manuel 800 gramos.
Si bien yo había leído que bebés de ese tiempo tienen posibilidades de sobrevivir, y también había leído algo sobre neonatología, incubadoras, etc. NUNCA me imaginé lo que eso significaba: en primer lugar, descubrir un mundo nuevo de aparatos y vocabulario; aceptar que mis “bebés” no se asemejaban precisamente a la imagen que se tiene de ellos, sino que eran tan chiquitos que toda la manito cabía en una uña de mi mano, caritas sin facciones de color oscuro que no podían ni moverse dentro del pequeño nido improvisado. Después, la lucha diaria, las duras jornadas en una clínica, turnándonos de una incubadora a la otra, tan solo para poder verlos o hablarles, apenas tocar a esos suspiritos de vida que luchaban con todas sus fuerzas; eternas noches en la soledad de nuestra casa, rezando para que el celular no suene. Fueron días interminables, pero desde el primer momento tuvimos en claro que el camino iba a ser largo y que, si todo salía bien, como mínimo teníamos tres meses de pelea. Por eso, no me puse a llorar cuando tuve que abandonar la clínica sin mis bebés; al contrario, una nueva etapa comenzaba y ellos me necesitaban. Hice un nudo en mi garganta y con mi uniforme diario de jogging y pelo recogido me encomendé a la tarea de simplemente ESTAR.
Pasamos por todo tipo de situaciones: operaciones de los chicos (si, con 800 gramos los operan!), intentos fallidos de sacar el respirador, infecciones, láser de ojitos, pero se iban sumando días, se iban ganando gramos y los bebes empezaron a estar “ESTABLES”, la palabra sagrada que agradecíamos cada día.
Fueron 101 días de internación, que para mi fueron como una vida dentro de mi vida en todo sentido, se fortaleció mi fe, porque en ningún momento dejé de rezar y de pedir con tanta devoción, se minimizaron los ¿problemas? que creía que tenía y pude valorar lo importante que es estar unidos en situaciones difíciles. Gracias a Dios, los bebés mejoraban y tomaban la forma humana correspondiente. El día que les sacaron el respirador (que fue con uno o dos días de diferencia entre ellos), tuve la sensación del preso al que le sacan la bola de hierro atada al pie, sentí libertad, ¡sentí que yo volvía a respirar!
El 15 de agosto nos fuimos los cuatro a casa, agotados pero embargados de felicidad. Todo lo que siguió es anécdota feliz como las demás que se pueden leer en este espacio, por eso yo quería contar mi historia con principio no tan feliz, para que a quienes le toque vivir algo semejante no se desalienten, no bajen los brazos y luchen con todas sus fuerzas…

María A. Nájera (mamá de Santiago y Manuel Matsubara)

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